Un soleado lunes del mes de Agosto nos mudamos a lo que sería nuestra nueva casa, un pequeño apartamento de dos habitaciones en el patio trasero del restaurante “La Casa del Pan”. Ese mismo día conocimos a nuestro nuevo compañero de piso y trabajo: Rudolph. Este reservado francés al que terminamos cogiendo mucho cariño es un experto granjero que creció entre vacas y lleva toda la vida en el campo, su verdadera pasión. Su español era nulo, su inglés curioso y su francés cerrado, por lo que la comunicación al principio fue difícil, pero poco a poco nuestro francés y su inglés se fueron soltando y nos fuimos acercando. Además a veces las palabras no hacen tanta falta.
Después de tantos meses viajando, fue casi un placer tener una rutina. Nos levantábamos un poco antes de las ocho, desayunábamos lo que las cocineras estimasen oportuno (demasiados frijoles que al final pasaron factura) y nos dábamos un paseo con el café en la mano hasta el mercado donde cogíamos la “combi” que nos llevaba hasta la huerta. Allí nos esperaban Esteban y Alejandro para cosechar, desyerbar (a lo que uno dedica mucho tiempo si tiene un huerto orgánico), preparar la tierra, sembrar, hacer “control biológico” y demás labores propias de la huerta, incluida la más desagradable: ir a buscar a un rancho cercano sacos de estiércol de vaca y cargar con ellos hasta la huerta.
La verdad es que se trataba de un trabajo bien agradable en el que cada uno llevaba el ritmo que quería (incluidos Alejandro y Esteban que se la pasaban apostando a las cartas), escuchando música en la radio o los programas de la radio zapatista que Alejandro se empeñaba en escuchar, charlando de esto y de aquello y haciendo nuestros descansos para ir a por fruta o tumbarnos al sol.
A las dos terminaba nuestra jornada con un hambre canina y casualmente, casi siempre era la hora a la que empezaba a llover por lo que muchos días llegábamos empapados a casa. Lo peor era que la ducha que nos esperaba no solía estar caliente, aunque nuestros males se curaban cuando a las tres empezábamos a comer. El menú siempre era parecido, un bufé con agua de frutas, delicioso pan casero, sopa o crema, barra infinita de ensaladas y un plato caliente que cada día cambiaba. Todo vegetariano,orgánico y tradicional. Una maravilla, excepto cuando se acaba el plato caliente y nos tocaba un tamal y frijoles los cuales la última semana no podíamos ni ver. Después de comer nos íbamos rodando hasta la cama donde solía caer una siestita.
Por las tardes siempre había algo que hacer, alguien a quien visitar o alguien aparecía por casa para pasar el rato. Además, muchas de las actividades estaban en el restaurante-centro cultural en el que vivíamos: yoga (al que Palo era asidua), capoeira, clown, películas...y hasta había un centro de terapias alternativas donde Palo aprovechó para hacer un curso de shiatsu-do. Lo malo es que si queríamos cenar gratis teníamos que pasar por casa sobre las ocho, aunque muchas veces no lo hacíamos porque ni siquiera teníamos hambre y además la cena no era gran cosa (sí, lo habéis adivinado, tamales y frijoles).
Además de las actividades varias que ofrece Sancris y de las que ya hemos hablado, cada vez íbamos conociendo más gente y a enterarnos de más proyectos: Bonny y Carlos, una pareja de personajes donde los haya, que trabajaban en un bar cercano; los chicos del Paliacate, un centro social recién inaugurado donde se mueven muchas cosas; Pistacho y Laura, con quienes afianzamos nuestra amistad y hacíamos planes juntos; la banda de Soulfire, que tocaban cada noche en un bar distinto y con quienes había muy buena onda; los artesanos de nuestra anterior casa a quienes íbamos a visitar de vez en cuando y nos enseñaban algo de artesanía; Constanza, Kal y Bárbara (nuestros anfitriones al llegar a San Cris), con quienes nos tomábamos un vino de vez en cuando; Lucía, Gema y Cris que durante este tiempo han estado yendo y viniendo de San Cris y las otras muchas personas que en una pequeña ciudad como ésta te encuentras en todos lados y con las que terminas entablando amistad.
En esas estábamos cuando llegó Javi para quedarse y trabajar con nosotros en la huerta. Con él llegó la música de su guitarra y algo más de alegría a la casa. Unos llegaban y otros se iban, porque justo entonces Lucía y las niñas se se fueron a comunidades durante quince días como observadoras de derechos humanos.
Los fines de semana eran tranquilos pero casi siempre estábamos enredados con algo. Sólo uno de ellos hicimos turismo fuera de San Cris y decidimos ir a conocer el cercano pueblo de San Juan de Chamula, famoso por su fuerte tradición indígena y por su singular iglesia donde se mezclan tradiciones católicas e indígenas en un espectacular sincretismo. En su lúgubre interior iluminado por centenares de velas está prohibido realizar fotos porque creen que se roba el alma a los santos allí representados. Lo que sí se puede hacer es observar los rezos, rituales y sanaciones con pollos, incienso, música, Coca-Cola , posh (tradicional licor de caña) y cohetes. Algo completamente diferente a lo que estamos acostumbrados que a todo aquel que entra le deja sin palabras y con los ojos bien abiertos. Esa misma tarde también visitamos el Museo de medicina maya, el cual nos ayudó a entender muchos de los rituales que se practican en las iglesias y nos quedamos sorprendidos con el trabajo de las parteras indígenas y la manera que tienen de dar a luz (de rodillas, sobre el piso de tierra y completamente vestida)
Los sábados por la noche siempre solía haber alguna función, generalmente de clown, en el espacio escénico que estaba justo encima de nuestra casa, así que no cabía la excusa de la pereza para no ir. Risas que luego se podían continuar con algún concierto (la música en vivo nunca falta en San Cris), alguna fiesta o alguna cena en casa de algún amig@.
Los domingos solíamos quedarnos en casa disfrutando de que se convertía en nuestro restaurante ya que se cerraba al público y nosotros lo abríamos a l@s amig@s. Nos preparábamos grandes comidas en la cocina que degustábamos al sol en la azotea, que además de tener buenas vistas, tenía una preciosa huerta.
Ya empezábamos a formar un buen equipo de huera cuando apareció por casa una risueña japonesa que comenzó a venir a la huerta con nosotros y a compartir mucho más que eso. Se llamaba Ayuchi. Después de una estresada vida en Tokio como diseñadora gráfica había decidido buscar algo que le llenase más y después de un tiempo por California, había terminado en México como wwoofer (trabajando en las huertas a cambio de comida y casa). Rápidamente nos enamoramos mutuamente y juntos pasamos todas las tardes. Juntos fuimos a clase de salsa (a las cuales sólo continuó yendo el ya no tan tímido Rudolph), hicimos un taller de queso, vimos documentales, pasamos la fiesta del bicentenario de la independencia de México y como despedida hicimos un taller de sushi. Su visita fue breve pero muy intensa. Pero otra vez unos venían y otros llegaban. Lucía llegó de comunidades y después de unos días de fiesta se marchó de nuevo a Oaxaca con Gema y Cris y Marisol, la madre de Javi, llegó para quedarse diez días en San Cristóbal y experienciar con mucha alegría nuestra vida en esta bella ciudad. Se vino un día a la huerta a trabajar con nosotros, aprendió a hacer macramé (Palo que también está aprendiendo le enseñó un poco), cocinamos junt@s (en este caso ella fue la maestra), visitó el proyecto de Tzajalá donde Javi colaboró varias semanas, vimos cine y documentales y hasta se sumó a alguno de nuestros planes nocturnos. Fue un placer tenerla con nosotros con tanta motivación y sin poner una sola mala cara a nuestro modo de vida al que se adaptó como una más. Al cabo de unos días llegó el padre de Javi y con él, las lluvias torrenciales.
Con ellos aprovechamos para conocer el cañón del sumidero, una de las mayores atracciones turísticas de Chiapas. Se trata de un paseo por el río Grijalva observando las espectaculares paredes de piedra de hasta 1000 metros de altura así como las curiosas formaciones que se dan. Durante el paseo en barca, vimos cocodrilos, monos araña, zopilotes y bastantes troncos y basura en al agua debido a las fuertes lluvias que las arrastran. Este fue el único día que no cayó un aguacero, porque los días siguientes estuvo lloviendo sin parar provocando serias inundaciones en varios barrios de la ciudad. Fue el mismo temporal que azotó Oaxaca y Guatemala, cuyos destrozos más tarde comprobaríamos. Muy agradecidos por todas las cenitas a las que nos invitaron y su grata compañía y con la incertidumbre de si llegarían al aeropuerto, nos despedimos de ellos el domingo.
Se acercaba Octubre y con él dos meses desde que llegamos a esta ciudad. Eran tiempos de cambio y de tomar decisiones: Laura y Pistacho se marcharon a Oaxaca, Lucía volvió de allí y se encontró con las sorpresa de que su novio Ale había venido desde España para viajar con ella, nuestro querido Rudolph se marchaba triste a un rancho de Estados Unidos, nuestra colaboración en la huerta se terminaba y con ella el tener una casa gratis, el COP 16 (la cumbre de NU sobre el clima) se acercaba y empezamos a implicarnos en algunas acciones relacionadas con ella...¿Y ahora qué? En un principio habíamos decidido ir a comunidades durante 15 días como observadores de derechos humanos, pero en el último momento cambiamos de planes y decidimos irnos a viajar por Guatemala quince días porque en realidad necesitábamos movernos y la visa había que renovarla en pocos días (y pensar que cuando nos dieron seis meses pensamos que nos sobrarían...).
A Javi le dejamos instalado en una casa que nos prestaron y que iba a ser compartida con los integrantes de Soulfire que la utilizarían como sala de ensayo. Nosotros nos marchamos rumbo a Quetzaltenango, Guatemala, sabiendo que en dos semanas regresaríamos a San Cris. Habíamos dejado muchas cosas pendientes y no éramos capaz de decirle definitivamente adiós. Con la tristeza de quien ha echado raíces en un lugar, le dijimos hasta luego.
Palo y Mikel
P.D: Podéis ver más fotos aquí
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