lunes, 20 de septiembre de 2010

San Cris: Parte 1

Por fin habíamos llegado. Estábamos en San Cristóbal de las Casas, un lugar que siempre ha estado en mente en nuestro viaje y sobre el cual muchas historias nos habían contado. Un lugar en el que nos apetecía echar raíces, aunque en nuestro viaje eso signifique tan sólo permanecer unos meses y encontrar un rincón que hacer nuestro.

Lo primero que sentimos cuando bajamos del autobús fue frío. San Cris, como se conoce por acá, está a 2200 metros sobre el nivel del mar y se nota. Un lugar rodeado de montañas cubiertas de pinos donde las nubes pasan a ras de suelo y las envuelven.

Tras un largo camino con el macuto a la espalda llegamos a casa de Constanza y Kal, una mexicana y un Surcoreano que comparten una preciosa casa a los pies de un cerro. Se conocieron gracias al Couch Surfing y gracias al CS los encontramos. Tuvimos suerte ya que nos tocó un cuarto estupendo para nosotros solos en una casa que parecía un chalé de la sierra de Madrid.

Como desde el primer momento tuvimos la intención de que Sancris iba a dar para largo nuestros primeros días en la ciudad nos los planteamos tranquilamente, sin dedicarnos a hacer turismo y simplemente empezamos a descubrir la ciudad poco a poco, planteándonos también de que manera nos queríamos quedar. Resultaba que además de nosotros, Pistacho y Laura (nuestros amigos de Palenque) también querían quedarse en la ciudad un tiempo y pensamos que entre Lucía, Mingo, ellos y nosotros tal vez podríamos alquilar una casa barata. Veíamos un patio en nuestros sueños. Pero para eso teníamos que buscarnos la vida aquí, así que cada uno empezó a buscar por su lado. Mientras más conocíamos la ciudad más nos gustaba. Documentales gratis, conferencias, conciertos cada noche, teatro, cursos, librerías interesantes, clases de yoga, salsa, reflexología o lo que fuera, bicicrítica, una infinidad de proyectos en los que poder participar, centros sociales y culturales... Todo en un ambiente muy interesante ya que en esta ciudad vienen a parar muchos viajeros que recorren el mundo como nosotros y que suelen quedarse aquí unas semanas, unos meses o unos años. Parada obligatoria para artesanos, músicos callejeros, activistas sociales y hippies buenrollistas. Uno siempre termina quedándose en San Cris más tiempo del que tenía pensado.

Nuestra búsqueda de algo a lo que dedicarnos aquí ganando algo de dinero, o sin gastar al menos cada se hacía más amplia. Desde ser camareros en una tetería-cine, hasta dedicarnos a vender pasteles por la calle o trabajar en un hostal por alojamiento. Por suerte no estuvimos muy presionados para decidir con el tema del alojamiento porque la vecina de Constanza y Kal, Bárbara, una chica austríaca que trabaja en una ONG local nos ofreció su linda casa durante una semana mientras ella estaba en la boda de un amigo en Monterrey. La suerte y la hospitalidad de la gente nos volvían a sonreir. Uno de esos días apareció Javi por San Cris, venía a pasar el finde ya que estaba viviendo en Tzajalá, un pequeño pueblo cerca de Ocosingo donde Marzo, un mexicano, chamán indígena y su esposa francesa Sylviane tienen un familiar proyecto de vida sustentable donde van a parar numerosos voluntarios y viajeros para echar una mano. Fue divertido darnos cuenta de que nosotros habíamos estado allá pocos días antes sin vernos y nos hubiésemos quedado si no hubiese que pagar, aunque poco, hospedaje.

Poco a poco nos dimos cuenta de lo difícil de encontrar una casa amueblada pero Mikel se dio cuenta de que una de las granjas de las que tenía contacto para trabajar por comida y alojamiento era la proveedora de la Casa del Pan, un restaurante vegetariano orgánico que ya habíamos visitado antes. Y preguntando nos dijeron que aceptaban voluntarios para trabajar media jornada en la huerta, que resultaba estar muy cerquita, por un riquísmo buffet orgánico y por cierto, con un pan que hacen allí mismo, delicioso. Así que fuimos un día y estuvimos trabajando con Alejandro y Esteban que están contratados. Nos enamoramos de la preciosa y enorme huerta en los cerros cercanos a San Cristobal, llena de verduras que no habíamos podido encontrar en todo México, y llena de flores y mariposas de todos lo colores. Más nos enamoramos aún cuando probamos la deliciosa y abundante comida de la Casa del Pan, así que nos propusimos dar la lata hasta conseguir trabajar en la huerta con algún tipo de trato que nos compensase. Porque por aquel entonces Barbara llegó de Monterrey y nosotros nos buscamos una habitación en una casa compartida.

Laura y Pistacho se habían mudado a una casa compartida en el centro en la que como dicen aquí, había muy buena vibra. Eran 7 pequeñas habitaciones y una cocina que daban a un pequeño patio con un lavadero que hacía de pasillo. Por poco dinero nos alquilamos una habitación y empezamos a compartir casa con un alemán profesor de yoga, un artesano mexicano y otro argentino, un carpintero artesano mexicano y con Laura, Pistacho y Lucía, que todavía no tenía muy claro que iba a hacer con su vida. Y aunque la casa nos encantó, no nos recibió muy bien que digamos. La primera noche ni siquiera la pudimos pasar en nuestra habitación porque estaba okupada por otros habitantes mucho más pequeños que nosotros. Las chinches malditas. Decenas de bichitos rojos chupasangre que inundaban la almohada. A Palo casi le da un ataque. Eso detonó en los días siguiente una guerra sin cuartel a las chinches que resultaba que se habían instalado en esa habitación hace unos meses y que por mucho que las hubiesen intentado eliminar siempre volvían a aparecer. Mientras Mikel fumigaba la habitación, sellaba la enorme grieta del muro que daba al jardín, desinfectaba sábanas y almohadas y hasta quemó con un soplete las rendijas de la cama donde dicen se esconden las chinches... Palo se apuntó a clases de yoga para no volverse loca. Al final parece que el soplete o el yoga hicieron sus efectos y las chinches no volvieron a hacer acto de presencia. Mientras Javi seguía viniendo los fines de semana de visita y cada vez nos conocíamos mejor los bares del lugar y la fauna que los frecuentaba.

También por esos días volvieron a aparecer Gema y Cris, que venían de Guatemala. Nosotros, después de pasar 2 veces al día durante semana y media por la Casa del Pan para preguntar por la señora Kippy, la dueña del restaurante que no nos había contestado a nuestro e-mails; pudimos hablar con ella y nos ofreció trabajar de lunes a viernes por tres comidas al día y un pequeño apartamento al fondo del restaurante. Justo lo que buscábamos. Además de poder disfrutar y aprender campo todos días, podíamos disfrutar de San Cristobal con riquísima comida gratis, viviendo en la calle principal de San Cristobal en un lugar que además es cine, un centro de terapias alternativas, un lugar donde hay clases de yoga, capoeira o clown entre otros, y muchas cosas más. Vamos, que parecía un buen sitio donde vivir.

Ya mucho más tranquilos por tener el horizonte de nuestro futuro despejado nos despedimos de nuestros compañeros de casa con los que habíamos compartido una semana y nos fuimos con Gema, Cris y Lucía, a Tzajalá unos días antes de mudarnos a la que sería nuestra nueva casa. Allí estuvimos con Javi y con otr@s much@s voluntari@s que estaban finalizando una especie de campamento en el que estuvieron haciendo diversos trabajos. Mikel estuvo ayudando a Javi a finalizar un deshidratador solar (para frutas, setas...) Palo estuvo trasplantando nísperos y aprendiendo un poco de botánica. Por la tarde disfrutábamos del río y de la tranquilidad del campo. Pero lo mejor de todo fue poder participar en un temazcal,una ritual que se realiza en una pequeña cabaña de ramas cubierta de mantas donde si introducen piedras calientes y mientras se disfruta de la sauna se canta, se tocan instrumentos y se suda, se suda mucho. Todo dirigido por Marzo, que es un chaman reconocido en la zona y que nos estuvo guiando a través de las cinco “puertas” que hay que pasar antes de poder salir. Fue muy duro (en ocasiones el calor y la humedad eran extremos) pero conseguimos terminarlo (muchos salieron antes del final) aunque salimos totalmente cubiertos de lodo que se formaba en el interior del inipi (así se llama ese tipo de cabañas) y con el que nos cubríamos para refrescarnos. Fue una experiencia muy bonita que tuvimos la suerte de poder realizar con nuestro amigos en un lugar tan mágico como Tzajalá. Al día siguiente, después de comer volvimos a regresar a San Cristobal donde nos esperaba nuestra nueva rutina. Un poco de estabilidad.

Palo y Mikel

P.D. Podéis ver más fotos aquí

No hay comentarios:

Publicar un comentario