Junto a este pueblo están las únicas ruinas mayas que existen frente al mar. A pocos kilómetros de la costa, este pueblo vive del turismo que viene a ver las ruinas o disfruta de uno de los numerosos hoteles en las playas que no tienen nada que envidiar a las de Playa del Carmen o Cancún. Sobre todo porque los hoteles aquí son relativamente pequeños, no pueden superar las dos plantas y por la noche suelen estar bastante muertos. Un rollo cabaña frente al mar que nos parece mucho más agradable que la locura de los resorts de pulserita y todo incluido.
En nuestra primera noche fuimos a parar a un destartalado hostal en la carretera que va al pueblo y que era de los más baratos. Además, ofrecían desayuno y una bicicleta por el mismo precio. Eso sí, el desayuno era una tortilla de peladuras de patata y a las bicicletas, a la que no le faltaba un pedal tenía la cadena rota o el manillar se le movía.
Por la mañana, con las capas de agua y bajo la lluvia que anunciaba un día negro, nos fuimos en búsqueda de un cenote que no quedaba muy lejos y por el que no había que pagar las cantidades astronómicas que te piden en los cenotes más conocidos. Porque el turismo se nota en los precios, y toda la península de Yucatán es más cara que a lo que nos tenía acostumbrados México.En este solitario cenote que tuvimos para nosotros estuvimos buceando y nos prestaron un kayak. Nada del otro mundo y volvía a empezar a llover. Parecía que Tulum no era nuestro lugar.
Cuando volvimos al hostal, empezamos a planificar nuestra partida hacia Chiapas...pero a Palo justo le llegó un e-mail con el correo de Mamen, una sevillana que vive en Tulum y que es buena amiga de una amiga suya. Nos dijeron que preguntásemos por ella en el Cositas Buenas, un bar del pueblo, y allá que nos fuimos. Aunque no estaba ella dejamos un mensaje. Finalmente la localizamos y enseguida nos ofreció su casa para quedarnos todo el tiempo que quisiéramos.
Mamen es una tía salá que llegó hace un par de años a un proyecto en Oaxaca pero las vueltas que da la vida hicieron que terminase en Tulum, con su novio percusionista artista y aprendiendo flamenco. Esa noche la pasamos en su casa, hablando y hablando entre cervecitas. Y hablando de sus aventuras, nos contó que los siete primeros meses que pasó en Tulum había vivido en lo que ella llamaba su palacio frente al mar, una pequeña cabaña sin luz ni electricidad a pocos metros del agua. Y sorpresas que da la vida, ese palacio se nos ofrecía para nuestro disfrute personal todo el tiempo que quisiéramos, nos había tocado la lotería. Y pensar que hacía unas horas nos queríamos haber marchado a Chiapas...
Con la ayuda de Mamen, fuimos hasta la playa donde nos instalamos en nuestro nuevo palacio frente al mar. Un mar de colores turquesas que siempre tenía la temperatura perfecta para bañarse. Con nuestras vecinas las iguanas, nuestros siguientes nueve días transcurrieron casi sin darnos cuenta en medio de una apacible rutina. Paseos por la playa, bañitos a todas horas, siestas en las hamacas, comidas preparadas con paciencia en el fuego de la hoguera, excursiones al pueblo en busca de agua y víveres...
Una de las cosas que teníamos ganas de hacer era ir a ver tortugas marinas, que por esta época salen de noche a desovar en las playas. Una experiencia muy bonita según nos habían contado y la única oportunidad para ver a una tortuga marina fuera del agua. Y resulta que cerca de Tulum está uno de los mayores santuarios de la tortuga marina, así que hacia allí nos dirigimos con la intención de pasar la noche buscándolas. Pero resultó que Xcalcel es un área muy protegida de entrada restringida (aunque nosotros no lo sabíamos) y enseguida nos pillaron el campamento que teníamos montado. Nos dejaron pasar la noche a cambio de no salir de la tienda en toda la noche y sobre todo no pasear por la playa. Esa noche llovió y nos la pasamos combatiendo el calor y los mosquitos en una tienda para dos personas en la que dormíamos los cuatro. Por la mañana amanecimos y nos quedamos con cara de tontos cuando vimos las decenas de hoyos excavados en la arena que habían dejado las tortugas que esa noche habían desovado en la playa.
En ese momento decidimos que no podíamos irnos de Tulum sin ver una tortuga, pero en los días que siguieron llovió constantemente y nos los pasamos leyendo, jugando al ajedrez y cantando para pasar el tiempo. Uno de estos días tormentosos nos dimos un homenaje cocinándonos un rico pescado en las brasas que nos supo a gloria.
Así que hasta unos días después no pudimos ir de nuevo en búsqueda de las tortugas. Pero la espera mereció la pena. Una noche, paseando por una de las bonitas playas de Tulum, no muy lejos de nuestra, casa encontramos unas huellas y cuando las seguimos dimos con ella. Una enorme tortuga caguama que ponía huevos en la arena. Unos minutos estuvimos viéndola emocionados y con los pelos de punta a la luz de la luna. Luego emprendió su camino de regreso al mar, arrastrándose a su lento ritmo para terminar desapareciendo con una blanca ola. Este es el ritual que estos animales en peligro de extinción han hecho durante miles de años regresando siempre por arte de magia a la playa donde nacieron. Pero cada vez lo tienen más difícil, porque a las tortugas no les gusta que las molesten en un momento tan íntimo, y el desarrollo urbanístico y turístico modifica las playas que ya no reconocen o las asusta con tantas luces y ruido y deciden hacer huelga de maternidad y no poner huevos. Nosotros fuimos testigos de este carácter cuando esa misma noche vimos a una tortuga que salía del mar y que unos turistas ignorantes de las normas para poder ver este evento la iluminaron unos segundos y la tortuga dio media vuelta y se volvió al mar sin poner un solo huevo. Una generación perdida.
Después de casi una semana en Tulum por fin habíamos visto a las tortugas, pero ya era jueves y no podíamos marcharnos sin ir ver el festival artístico en el que actuaría Tacón Flamenco, el grupo en el que baila nuestra amiga Mamen. Así que tuvimos que retrasar nuestra partida un día y nuestra última noche la disfrutamos bailando flamenco, escuchando música rock y viendo algún que otro espectáculo de malabares o teatro. Una alegre noche que nos dejó un buen sabor de boca cuando al día siguiente un amable camionero nos llevó hasta Chetumal, a 3 horas de allí, justo en la frontera con Belice.
Allí en Chetumal nos esperaba Alvin, al que habíamos conocido gracias al Couch Surfing y que nos hospedó a los cuatro. Esa misma noche, haciendo honor al sobrenombre de la ciudad: Chetubar; nos fuimos a tomar unas cervezas a casa de su hermana, donde se habían juntado unos amigos y nos echamos unas risas.
Al día siguiente queríamos ir a la laguna de Bacalar, a la que llaman la laguna de los siete colores, pero el tiempo no se puso de nuestra parte y estuvo lloviendo sin parar durante dos días. Dos días que pasamos en casa de Alvin, matando el tiempo como podíamos y saliendo con los pantalones remangados a comprar comida en la tienda de la esquina. ¡Madre mía como llueve en estas latitudes!. Al final parecía que nunca iba a salir el sol y decidimos irnos a Chiapas, pero tuvimos la mala suerte de que ya no quedaban plazas en el autobús, así que teníamos que esperar un día más.
La mañana siguiente empezó con una vibra diferente, como dirían aquí. Era el cumpleaños de Javi y comenzamos con un pastel, unas velas (bueno, un gran velón) y un Cumpleaños feliz. Nos dimos cuenta de que había salido el sol así que aprovechamos y nos fuimos a pasar el día a la laguna de Bacalar donde disfrutamos de sus aguas cristalinas y dulces en las que se podía apreciar su bonito degradado de colores.
Esa noche nos despedimos de Alvin y de sus amigos y también le dijimos adiós al Caribe y a la península de Yucatán, ya que tomamos un autobús que tras siete horas de viaje nos llevaría hasta Palenque, en Chiapas. Empezaba otra nueva etapa en nuestro viaje, en uno de los estados que más ganas teníamos de conocer.
Palo y Mikel
P.D: Podéis ver más fotos de Tulum aquí y de Chetumal y la laguna de Bacalar aquí
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